Reflexiones dominicales embrutecidas.

domingo, 14 de abril de 2013

Un Cuento Real


(14 de abril de 2013)

Érase una vez un sano varón de condición borbónica que germinó en un colorido reino muy muy cercano. Sus padres, condenados al exilio por decisión popular, lo trajeron a este mundo en la capital itálica, pero desde niño ya se le notaban maneras que revelaban que había nacido ibérico, y para resaltarlo lo bautizaron con el nombre de Juan Carlos. El niño fue creciendo entre verdes praderas y montañas nevadas hasta convertirse en un joven campechano que disfrutaba despreocupado una vida feliz a costa del oro que su padre guardaba con cuidado en alguna alibabeña cueva alpina.  Juanito era feliz corriendo por el campo sin tener que hacer nada, pero un día, un entrañable pequeño señor con bigote acordó con su padre perdonarle el exilio al niño para que pudiera volver al reino sin rey que por derecho de nacimiento le pertenecía y floreció en su pecho una agonía que hasta entonces desconocía: la responsabilidad. Pero no regresaba para mandar, pues aun era joven e inexperto, y aquel ridículo señor bajito con voz de pito se encargó de instruir en las labores de mando al joven aprendiz de rey.

El niño creció y se convirtió en hombre. Su estatura y corpulencia le harían dejar atrás al inocente Juanito y pasó a ser conocido como Juan Carlos. Tras contraer matrimonio con una bella princesa peloponesa fue invitado por el adorable enano con bigote a vivir en un precioso palacio de su país. Aunque Juan Carlos siempre había respetado desde niño a su padre y se había negado a aceptar la pesada carga de gobernar, los años y las seductoras insinuaciones del diminuto señor con bigote le hicieron madurar en su mente la idea de imponer su juventud y fuerza al servicio del pueblo que años atrás había expulsado a sus abuelos. Juró entonces guardar y hacer guardar las Leyes Fundamentales del Reino y los principios del Movimiento Nacional para ser nombrado como el príncipe que sucedería al minúsculo señor con bigote en el poder.

Mientras el reducido señor con bigote alargaba sus días en el poder de manera interminable, Juan Carlos se dedicó a procrear una familia de dos ingenuas infantas y un inocente varón que crecieron felices y aislados de las ansías de libertad que se respiraban por las calles del reino. Cuando la muerte alcanzó por fin al insignificante señor con bigote, Juan Carlos se convirtió en rey y, asustado por el grito desgarrado de un pueblo que ya había expulsado a dos reyes anteriormente, decidió dar un poco su brazo a torcer para poder seguir viviendo con las mínimas preocupaciones posibles en una monarquía de conformistas vasallos. Se desarrolló entonces una época de cambios que desembocarían en la creación de unas nuevas leyes agrupadas en la Sagrada Escritura Constitucional y en el nombramiento pseudodemocrático de la Sagrada Orden de Caballeros del Hemiciclo Semicircular que se encargarían de defender, a capa y espada, al reino y al rey.

Las cosas transitaban según lo planeado, pero un frío día de invierno, Juan Carlos sufrió la traición de uno de sus más allegados amigos, el cual intentó, sin éxito, una rebelión militar para que la patria retornara a su fingida unidad, a su falsa grandeza y a su ficticia libertad. Después de solucionar aquel incidente con más gloria que pena, la figura del rey quedó reforzada ante el pueblo y, la preocupación y seriedad que años antes mostraba Juan Carlos en cada intervención pública fue sustituida por una postura jovial, cercana y divertida.

Llegaron entonces días felices de comer perdices para la familia real. Días en los que las infantas crecerían hasta encontrar el amor verdadero y casarse en unas majestuosas bodas que la servidumbre, llena de alegría, aplaudió sonoramente. La única preocupación que podían tener era la prolongada soltería del varón destinado a heredar la liviana corona que su padre disfrutaba, pero no duraría mucho porque este pequeño príncipe valiente se enamoró de una bella y pecadora plebeya y, desafiando a su elitista y ortodoxa madre, la convirtió en su esposa.

Pero las perdices comenzaron a escasear y una nueva y tecnológica generación empezó a descubrir profundas grietas en la pesada y mal diseñada estructura del país provocadas por una resquebrajadura en los débiles cimientos que tiempo antaño se habían colocado. Rápidamente, aquel idílico y monárquico mundo Disney fue transformándose en un Juego de Tronos donde los más oscuros secretos y engaños ya no eran fáciles de guardar. Además, los años, que no perdonan a nadie, empezaron a hacer mella en un cada vez más torpe y marchito Juan Carlos que se negaba a abandonar la vida loca real y que empezó a dar traspiés y tropezones con demasiada regularidad. Salieron a la luz impopulares aficiones del rey, como el asesinato por diversión de inocentes elefantes en lejanos países o discretos coqueteos y escapadas con bellas cortesanas provenientes de la Selva Negra. Sus ejemplares y modélicos yernos resultaron ser pícaros adictos (uno al dinero y otro al opio) y su esposa, la reina, harta de la espiral autodestructiva en la que Juan Carlos vivía like a Rolling Stone, le abandonó de forma privada en lo que hoy es un secreto a voces. Los viejos caballeros que tenían la misión de defender la corona ante el pueblo, daban síntomas claros de agotamiento y flaqueza, lo que produjo un relajamiento de la defensa sobre el monarca. Ante este panorama, el pueblo llano se atrevió a cuestionar la figura del rey y, mientras Juan Carlos desaparecía en el reposo de una cama de hospital donde se recuperaba de su última incidencia física, el reino entero empezó a barajar la opción de la abdicación en su hijo varón. Incluso se hablaba de una inminente tercera expulsión de la corona que simbolizara el cambio estructural que hacía falta para pasar de ser un retrógrado país anclado en su pasado feudal, a ser un país moderno y democrático (sin pseudo).

Desde la alta habitación de aquella lujosa clínica, Juan Carlos escuchaba los gritos del pueblo desde la calle revuelta y su marchito y arrugado rostro frunció el ceño para empezar a tornar su siempre alegre expresión vivaracha en una mueca de preocupación que reflejaba, tras muchos años, la pesadumbre y la angustia que tiempo antaño tanto le había castigado y que, equivocadamente, creía vencidas. Se levantó de la cama y se acercó a la ventana, miró el cielo azul claro y añoró la época en la que de niño correteaba feliz y tranquilo por las verdes praderas alpinas, indiferente a cualquier responsabilidad y ajeno a cualquier complicado asunto de Estado.

FIN

Salud y feliz domingo. 

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