(27 de octubre de 2013)
Existen dos tipos de educación:
la buena y la mala. Por lo tanto existen dos tipos de seres humanos: los bien
educados y los maleducados.
Los bien educados aceptan y
acatan todas las enseñanzas de sus maestros sin discutirlas, ya sea éste un
padre o un profesor. Aprenden así la serie de normas que se han de cumplir para
el correcto funcionamiento de una sociedad donde impera el legado de la casta.
Una vez que saben cuál es su sitio en este complicado y confuso mundo, estudian
los conocimientos básicos que se ajustan a su posición para poder aplicarlos posteriormente a un trabajo
que deberán realizar con la suficiente eficiencia para obtener una buena
rentabilidad económica. Sólo así, la difícil e inestable maquinaría comercial
del mundo seguirá girando sin darnos ningún susto. Obedecen y se regodean en la
felicidad que otorga la ignorancia, pues saben que no merece la pena conocer
más allá de lo que se les exige y por eso ceden la función de pensar y arreglar
las cosas a un líder que defienden con la fuerza que da el fanatismo.
Los maleducados, en cambio, son ciudadanos
problemáticos. Ellos también escuchan las lecciones de sus maestros, pero en
ocasiones osan mirar más allá de lo enseñado y acaban no acatándolas,
atreviéndose incluso a cuestionar el por qué de tal lección. Caen entonces en
un inservible y profundo abismo de dudas y preguntas sin respuesta que les
atrapa para no dejarles escapar nunca más. Rechazan las normas que la historia
les ha legado, e incluso intentan cambiarlas con el fin de alcanzar algo de
lógica en este mundo injusto e irracional. No se centran en una rama concreta del
conocimiento y terminan dando bandazos de un lado del pensamiento humano con la
esperanza de calmar la agonía existencial que les arde en las vísceras.
Comprenden entonces que la imperfecta y cruel maquinaría comercial del mundo no
es más que una estafa y se esfuerzan en pararla y desmontarla para demostrar la
falacia de su funcionamiento y volver a construirla de nuevo. Este incansable
movimiento de lucha sin sentido, unido a la infelicidad de saber que no se sabe
nada, provoca consecuencias catastróficas que acaban en sangrientas
revoluciones.
Por eso Wert ha hecho oídos
sordos a la protesta de toda una loca comunidad educativa y ha impuesto una
LOMCE que volverá a reeducar bien a esa incipiente masa de maleducados que
agitan la calle. La nueva ley aplicará las reformas necesarias para la buena
educación, es decir, en primer lugar pondrá de nuevo la economía por encima de
las personas, dejando la labor de educar
en manos de los poderosos que tienen dinero, pues sólo ellos sabrán cómo sacar
rentabilidad a la difícil empresa que es la educación. Esto servirá de base
para erradicar materias sin contenido práctico cuyo objetivo no excede de
pensar y reflexionar, poniendo así los cimientos para la inminente eliminación
de disciplinas poco rentables como la filosofía o la historia. Además, hay que
volver a enseñar las normas como algo absoluto, como un producto divino y no
humano, por eso se eleva la Religión a la categoría de asignatura evaluable
para poder medir esa fe que, si sois buenos y aguantáis las penurias, os augura
una recompensa en el más allá (mientras otros viven como dioses en el más
acá).
He presumido la mayor parte de mi
vida de ser un buen estudiante, pero debo haberme apartado del camino del buen
samaritano y del español de bien porque esta semana acabé apoyando la huelga
general de educación contra la Ley Educativa del Gobierno por considerarla
injusta, insolidaria, retrógrada y absolutista. Será que no supieron (o no
pudieron) educarme bien y, la verdad, prefiero mi complicada y molesta libertad
a vuestra doctrina de vasallaje cómodo y fácil.
Feliz domingo.
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